sábado, 26 de octubre de 2013

El chico que leía a George Orwell


Acababa de salir de aquel gran centro comercial empeñado en que pillase el primer catarro del año. Me había enfrascado en una búsqueda que resultó imposible. Aquella tarde busqué por todas las estanterías desordenadas de libros aquél que hacía días atrás había recordado y me había encaprichado en tener. Aquél que ya había leído tres veces pero que aún así necesitaba volver a tener entre mis manos, esta vez sabiendo que sería mío. Me entretuve moviendo de un lado a otro todos los libros pero aún buscándolo como quien busca aparcamiento en pleno centro no aparecía. En mi cabeza resonaba el autor y el título de aquel maravilloso clásico del siglo pasado; Rebelión en la Granja de George Orwell.
Estaba tan cansada de buscar que decidí preguntar a una joven rubia de gafas grandes que trabajaba allí. Siempre he odiado preguntar, para  los libros deben ser encontrados por aquél que se convertirá en su lector y el alma al que el autor guiará por unos instantes. La joven me dijo que no había ninguna edición de ese libro en concreto. 

Triste, salí de aquél centro comercial y comencé a pasear por las calles de mi ciudad, despacio, dejando pasar el tiempo, observando a la gente y a los coches que se amontonaban en los sonrojados semáforos de Gran Vía. Llegué a la parada de autobús, y esperé tan sólo unos minutos hasta que éste,aunque impuntual, llegase. No había sitio libre así que me tocaría un trayecto de media hora de pie. Tras dos paradas vi montarse en el autobús a un joven alto que llevaba entre sus manos un libro de George Orwell, una recopilación de sus obras completas. Me quedé mirando un instante aquel libro que ojeaba cuando el movimiento del autobús, y la incomodidad de estar de pie le dejaban. Me pareció realmente sorprendente que tras varias semanas casi obsesionada con aquel autor, de repente y cuando todo mi plan de adquisición de ese libro parecía venirse abajo, apareciese aquel joven con él entre sus manos. Tal vez mi obsesión fuese fruto de un destino caprichoso que quería que me fijase en él, o tal vez fuese simplemente una casualidad de la que debía reirme. Fuese como fuese, no pude evitar acercarme a aquel joven.


- ¿Sabes qué? algunos dicen que Orwell era incapaz de sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones de la industria de fabricación de pañuelos.

Y fue entre risas, conversaciones ajenas banales, y  un movimiento cesante e incómodo del balanceo del autobús, en el que di gracias al destino por mi nueva obsesión y en el que empecé a conocer al chico que leía a George Orwell. 


M.